La expansión del universo del niño mago dio comienzo la noche del 20 de octubre de 2007. Tras leer unos cuantos capítulos de ‘Las Reliquias de la Muerte’, séptima entrega de la saga de ‘Harry Potter’, en el Carnegie Hall de Nueva York, uno de los fans le preguntó a J.K. Rowling si Albus Dumbledore, que siempre creyó en el poder del amor, había estado enamorado alguna vez. “Si he de serte sincera”, contestó Rowling, “siempre pensé que Dumbledore era gay”. Entonces se hizo el silencio, y todos empezaron a aplaudir.
Han pasado más de diez años desde esa noche, y el entusiasmo de quienes aplaudieron esta revelación ha mermado bastante. El universo de Harry Potter ha experimentado casi tantas revisiones como varapalos sufridos por la figura de su autora, antes admirada y ahora una presencia ante la que el fandom se siente incómodo. El estreno de ‘Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald’ ha reforzado este extrañamiento, ofreciéndose como el punto más bajo de la franquicia de Warner Bros., y la constatación de que algo grave ha sucedido por el camino.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué la angustia con la que los potterheads afrontábamos el supuesto final de la saga en 2007 se ha transformado en hastío ante su incesante prolongación? ¿Cómo ha pasado Rowling de ser una autora visionaria a un meme de Twitter? Para averiguarlo lo mejor es volver a ‘Las Reliquias de la Muerte’ y al momento en el que todo empezó, con un fanfiction que aseguraba no serlo.
¿A qué vino ese epílogo?
La relación de J.K. Rowling con los fanfictions siempre ha sido complicada. Ya en 2004, tras terminar ‘Harry Potter y la Orden del Fénix’, la escritora manifestó preocupación ante la afluencia de historias escritas por fans ambientadas de uno u otro modo en el universo de los libros.
Teóricamente, dichos inconvenientes se adscribían al componente sexual de muchas de estas ficciones, donde los seguidores combinaban a todos los personajes en relaciones imposibles y se esmeraban más de la cuenta en las descripciones de sus intercambios de fluidos, pero en cualquier caso la medida para hacerles frente fue la más sencilla, y acaso la más diplomática: la autora no emprendería acciones legales contra estos alocados productos mientras fueran realizados sin ánimo de lucro.
Dicha decisión acabaría permitiendo la aparición de obras tan dignas y sorprendentes como ‘Voldemort: Los orígenes del heredero’, un mediometraje dirigido por Gianmaria Pezzato estrenado este mismo año en YouTube. Desvinculado totalmente de Warner Bros., recrea el pasado del famoso villano con la falta de complejos y desinterés en evitar las tentaciones propios de los mejores fanfictions. Recurriendo a una acción constante, y a la aparición intempestiva de personajes a los que no les importa desafiar la cronología oficial, como ese catálogo de herederos de Gryffindor, Hufflepuff y Ravenclaw con los que ha de lidiar el de Slytherin.
Es algo anecdótico, pero muy interesante a la hora de valorar los primeros esfuerzos de J.K. Rowling por gestionar el nombre de Harry Potter más allá de los libros oficiales. De hecho, esta gestión fue clave a la hora de, como no podía ser de otra forma, darle punto y final a la saga, y Rowling debió de pensar que ‘Las Reliquias de la Muerte’ tenía que ofrecer un espacio controlado ante la aparición de fanfics con la que forzosamente los seguidores iban a querer consolarse de que no hubiera más historias del Niño Mago. Sólo así se entiende la inclusión en el séptimo libro de algo tan extraño como su epílogo, titulado ‘Diecinueve años después’.
Rowling siempre ha mantenido que escribió el último capítulo de la saga antes siquiera de ponerse con ‘La piedra filosofal’, pero es evidente que no se refiere al epílogo de marras, sino a ‘El fallo del plan’, que acababa con Potter utilizando la legendaria Varita de Sáuco para reparar su propia varita. Una escena que cerraba inmejorablemente la historia y además lo hacía con un gesto que no podía ajustarse más a la personalidad del héroe, pero cuyo impacto era diluido en páginas posteriores, donde Harry Potter y sus amigos se habían convertido en adultos y llevaban a sus hijos a King’s Cross para que vivieran sus propias aventuras.
Son muchas cosas las que están mal en este epílogo. Más allá de los detalles más irritantes, como esa Ginny sin voz ni voto en la elección de los nombres de sus hijos, o ese Ron que ha involucionado al planísimo alivio cómico que preconizaban las películas, estos ‘Diecinueve años después’ desafiaban la coherencia interna de la saga.
No había necesidad de que Harry utilizase Severus como segundo nombre para su hijo, ni que se refiriera como “el hombre más valiente que había conocido” al tipo que le había amargado la vida escolar, pero, sobre todo, no había necesidad del epílogo en sí. La historia ya había sido cerrada, y cosas tan superfluas como la elección de los nombres de los hijos o los trabajos de los héroes eran, o debían haber sido, responsabilidad de los fans.
‘Diecinueve años después’ fue algo que Rowling se impuso a sí misma. Una decisión extraliteraria tomada no en base a las necesidades de su historia, sino al fenómeno popular que había provocado. Es cierto que seis años antes Rowling había publicado ‘Quidditch a través de los tiempos’ y el célebre ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’, pero fueron circunstancias distintas. Los ensayos supuestamente redactados por Kennilworthy Whisp y Newt Scamander respondían a una campaña de recaudación de fondos para la organización benéfica Comic Relief, sin más interés que enriquecer el universo de forma juguetona. Ese epílogo, sin embargo, era Rowling sudando la gota gorda para mantener el control de su legado en el momento más decisivo.
Y ‘Las Reliquias de la Muerte’ fue publicada, y se reveló la homosexualidad de Dumbledore, y Rowling afirmó que con este libro ya había acabado para siempre con Harry Potter, dejando caer no obstante que no descartaba escribir una enciclopedia en profundidad sobre el mundo mágico. En 2018 aún no ha habido ni rastro de la enciclopedia, pero, desde luego, tampoco se puede decir que J.K. Rowling haya acabado con Harry Potter. Ojalá.
Bienvenidos a Pottermore
Ni siquiera en los primeros años tras el fin de la saga cumplió Rowling su promesa. Desde 2001 la autora estaba vinculada a la producción de las adaptaciones de Warner Bros., y aunque a lo largo de sus rodajes se limitó a supervisar los guiones y a tener cierto peso en las decisiones creativas —ella descartó a Steven Spielberg como director de ‘La piedra filosofal’, y consiguió que la mayor parte del elenco fuera de nacionalidad británica—, no es menos cierto que estas películas supusieron, en varias ocasiones, una nueva vía para expandir su universo.
En ‘Harry Potter y el misterio del príncipe’ encontrábamos una escena muy llamativa que no estaba el libro, y que encontraba al profesor Slughorn recordando a la madre de Harry con un emotivo episodio del pasado que involucraba un pez llamado Francis. Este diálogo, como antes en ‘Harry Potter y el prisionero de Azkaban’ conseguían ciertas (y magníficas) escenas del protagonista y Remus Lupin, añadía profundidad a los personajes, y la posterior designación de Rowling como productora ejecutiva de ‘Las Reliquias de la Muerte Parte I y II’ no hizo sino reforzar la idea de que, para ella, no se trataba sólo de adaptaciones, sino de oportunidades para enriquecer la historia original.
Que luego las ocho películas de Warner Bros. se fueran haciendo más ininteligibles para los desconocedores del material literario es otro tema que en cualquier caso ayuda a considerar estos films como expansiones por derecho propio, pero más allá de ellas tampoco es que Rowling se estuviera quieta.
Apenas un año después de la publicación de ‘Las Reliquias de la Muerte’ fue lanzado ‘Los cuentos de Beedle el Bardo’ en una operación similar a lo obrado anteriormente con ‘Quidditch a través de los tiempos’ y ‘Animales fantásticos’. Este libro era vital en la séptima entrega de Harry Potter, y con su manufacturación Rowling lograba que los lectores se sintieran más cercanos a ese mundo mágico que ya echaban de menos.
La anunciada enciclopedia habría sido la mejor forma de darle continuidad, pero la publicación de ésta fue aplazándose mientras a Rowling le daba por escribir un relato de 800 palabras con James Potter y Sirius Black como protagonistas —cuyo manuscrito, por cierto, fue robado en 2017— y comenzaba a pensar en una carrera literaria alejada de Hogwarts. Pero antes siquiera de que finalizara ‘Una vacante imprevista’ y, con el seudónimo de Robert Galbraith, inaugurara la saga de Cormoran Strike, ya se había empezado a hablar de Pottermore. Este sitio web fue lanzado un 14 de abril de 2012, suponiendo el comienzo oficial del universo expandido de Harry Potter.
Sí, no deja de ser chocante que la encargada de ahondar en los secretos del mundo mágico fuera una página donde lo primero que tenían que hacer los usuarios era saber a qué casa de Hogwarts pertenecían, pero Pottermore tardó poco en ofrecerse como la plataforma perfecta para que Rowling siguiera trabajando en su universo y se hiciera cargo de los deseos de los potterheads por saber más. Apenas dos años después de que los usuarios se pusieran el Sombrero Seleccionador, visitaran el Callejón Diagon, y demás chorradillas del estilo, Rowling publicó en la web un relato titulado ‘Dumbledore’s Army Reunites at Quidditch World Cup’. Venía firmado por Rita Skeeter.
Utilizando la voz de esta malévola periodista, Rowling nos daba el primer testimonio directo de qué había ocurrido con los protagonistas luego de ‘Las Reliquias de la Muerte’, y ante su calurosa acogida Pottermore se convirtió en el anfitrión de nuevos textos cuya intención, inicialmente, era dotar de un mayor background a ciertos aspectos del mundo mágico que no habían sido explorados en los libros. De ahí las biografías revisadas de personajes como Dolores Umbridge o Minerva McGonagall, pero también publicaciones más inesperadas como la referente a Celestina Warbeck, de quien antes sólo sabíamos que era la cantante favorita de Molly Weasley y ahora Pottermore nos brindaba la oportunidad de conocer su vida y milagros.
Esta serie de decisiones, que no serían muy diferentes a comercializar los cromos de magos y brujas famosos en el mundo real —algo que, por otro lado, ya ha sucedido—, no tardaron en ser apoyadas por la propia cuenta de Twitter de la autora, que a partir de sus interacciones con los fans también acabó dando más detalles sobre el universo. En 2014 Rowling desveló que Anthony Goldstein, un alumno de Hogwarts sin ninguna importancia en los libros, era judío, e insinuó que en este colegio siempre había habido una gran diversidad tanto de religiones como de razas y sexualidades. La jugada era similar a la revelación de un Dumbledore gay, si bien menos espectacular.
Ya fuera porque antes se hubieran alzado voces criticando la escasa diversidad que hallábamos entre los personajes de Harry Potter, o porque Rowling intuía que pronto iban a alzarse, la jugada de Goldstein pretendía no sólo expandir el universo, sino actualizarlo a las sensibilidades contemporáneas y las demandas de inclusión. El nuevo contrato con Warner Bros., por el que la autora se comprometía a escribir los guiones de una nueva saga cinematográfica, ofrecía un escenario idóneo para seguir haciéndolo con la ayuda de Twitter y Pottermore, y fue justo entonces cuando las cosas empezaron a torcerse.
Según se iban revelando nuevos detalles del argumento de ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’, Rowling empezó a utilizar Pottermore para dar información que aclararan su contexto. Como las aventuras de Newt Scamander tendrían lugar en el Nueva York de 1926, la autora quiso aclarar que había más escuelas de magia alrededor del mundo y así, además de Hogwarts, Durmstrang y Beauxbatons, en Pottermore pudimos leer que existían Ilvermorny, Mahoukotoro, Castelobruxo y Uagadou. ¿Cuál fue el problema? Que la cachonda de Rowling había bautizado como Castelobruxo (“castillo del brujo” en portugués) a la escuela de Brasil, y que Uagadou, mientras que de los otros centros se hablaba claramente del país en el que se encontraban, aparecía situado “en África”.
Los intentos de la escritora por introducir diversidad y expandir el mundo mágico se vieron obstaculizados por una visión tan vaga como irrespetuosa hacia los territorios más allá de Europa, algo a lo que no ayudó nada, posteriormente, su utilización de la cultura nativoamericana para hacer un seguimiento de la magia en Norteamérica. Con un atolondramiento similar al empleado para erigir a Castelobruxo como el novamás de los centros educativos brasileños, Rowling se apropió de cierta historia popular de los navajos para apuntalar la existencia de esos animagos que ya se habían asomado de forma breve a la heptalogía original y, con razón, fue duramente criticada.
Por entonces la autora seguía tuiteando sin parar —su improvisado psicoanálisis de Severus Snape hubo de causar un gran fervor entre sus seguidores—, y pronto tuvo la oportunidad de anotarse un tanto ante esos primeros comentarios que denunciaban un supuesto racismo. En diciembre de 2015 estalló la polémica de la Hermione negra.
El salto a las tablas
Como al parecer los jueguecitos de Pottermore y las nuevas películas de Warner Bros. eran insuficientes, Rowling no pudo evitar verse envuelta en una secuela directa de ‘Harry Potter y las Reliquias de la Muerte’ menos de diez años después de su publicación. ‘Harry Potter y el legado maldito’ no era exactamente un libro, sino una obra de teatro cuya historia fue ideada por la escritora pero de cuyo guión se encargó Jack Thorne, y acabó estrenándose el 30 de julio de 2016 en el West End londinense.
Antes de eso, la designación de Noma Dumezweni para interpretar a Hermione motivó un gran desconcierto en cierto sector del fandom, que tras ver a Emma Watson en las películas de Warner Bros. no entendían por qué este personaje de repente era negro. Rowling, que ya se había imaginado los efectos de esta decisión, salió a contestar de carrerilla diciendo que en los libros nunca había especificado de qué color era la piel de Hermione. Dando a entender que este personaje podría haber sido siempre negro del mismo modo que Dumbledore y Goldstein resultaron ser homosexuales y judíos: afirmándolo por omisión, y volviendo a conseguir aplausos por ello.
Es decir. Por supuesto que nadie obligaba a Rowling a describir explícitamente en sus páginas a Hermione como una persona negra, pero el hecho de que a lo largo de la saga sí identificara la raza de otros personajes, y no de forma muy afortunada —ahí está el infame ejemplo de Kingsley Shacklebolt, que en cada aparición la escritora se apresuraba a aclarar el color de su tez e insistir en que tenía un aro muy grande y brillante en la oreja—, indica que aquí había más oportunismo que un esfuerzo honesto por ampliar la diversidad. Los potterheads no fuimos ajenos a la sensación de que algo no andaba bien, pero quisimos valorar lo importante que era que una persona negra encabezara una producción de estas características por encima de otros factores.
Además de que, vaya, ‘Harry Potter y el legado maldito’ nos dio que pensar. Esta historia empezaba allí donde acabó ‘Las Reliquias de la Muerte’, se centraba en las aventuras del desdichado Albus Severus y su punto de partida, desde luego, era de lo más sugerente: el protagonista era un estudiante mediocre y acomplejado ante los logros pasados de su heroico progenitor, cuyas ansias de apartarse de este legado provocaba no sólo que descubriéramos que Harry era un padre de mierda, sino que también arrojaban al mundo mágico a una nueva crisis.
Es tentador utilizar este argumento como metáfora de cómo J.K. Rowling ha tenido que lidiar con un fenómeno que llegó a su cumbre hace muchos años y desde entonces ha vivido una eterna y no demasiado mágica resaca, pero más tentador aún es relacionar esta asunción de un pasado glorioso e inigualable con la propia narrativa de la obra. Y es que ‘El legado maldito’ acababa recurriendo a los viajes en el tiempo para darnos la oportunidad de disfrutar de lo que de verdad era bueno, de lo que de verdad queríamos: las escenas más memorables de la saga original.
Este pedestre recurso, facilitado por un giratiempo que desde ‘El prisionero de Azkaban’ no había vuelto a aparecer, provocó que al poco de su estreno —y la publicación del guión como un libro más— se alzaran ciertas voces asociando la obra de Rowling y Thorne con ‘My Inmortal’, comúnmente considerado como el peor fanfiction de la historia, donde la protagonista no sólo era una vampiresa que se enrollaba con Draco Malfoy, sino que eventualmente también se lanzaba a jugar con las líneas temporales para conocer a Voldemort cuando era joven y trataba de cambiar el pasado.
Vale, es verdad que ahí también aparecía Marty McFly en un DeLorean, pero aunque se trate de un ejemplo tan desnortado, su relación con ‘El legado maldito’ tiene sentido. Los viajes temporales que permitían reencontrarse con un Snape “bueno”, así como descubrir que Voldemort tuvo una hija con Bellatrix Lestrange, son ideas tan facilonas que podrían figurar en cualquier fanfiction mediocre, y debemos relacionar la obra con el epílogo de ‘Diecinueve años después’. Además de ir sentenciando que, desde ‘Las Reliquias de la Muerte’, Rowling no ha hecho sino rendirse a las dinámicas del fanfiction, aprovechándose de que es la autora original y nadie le va a denunciar por ello.
Y así es como llegamos a ‘Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald’. Que ya iba siendo hora.
Problemas en el ‘Wizarding World’
J.K. Rowling anunció a finales de 2013 que se encargaría de escribir los guiones de otra saga cinematográfica como precuela de la serie original, y esta vez parecía enfrentarse a la decisión más arriesgada de todas. Ambientando estas nuevas tramas más de medio siglo antes de las aventuras de Potter había cierto límite para que ambas historias compartieran personajes, y la jugada se planteó como una forma de acercar el mundo mágico a nuevos potterheads.
Nada que reprochar a esto, en principio. De hecho, la decisión de “adaptar” ese librito publicado en 2001, ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’, se saldó con una primera película muy sólida, o resultona cuanto menos. El film de David Yates —impersonal artesano que entre peli y peli de ‘The Wizarding World’ dirigió la horrenda ‘La leyenda de Tarzán’, y esto ya es de por sí ilustrativo de quién quería Warner Bros. desde un principio que llevara el control creativo de la franquicia— contaba en su haber con el estupendo hallazgo de hacer que un muggle, Jacob Kowalski (Dan Fogler) tuviera un considerable peso en la acción.
De esta forma, ‘Animales fantásticos’ lograba que el espectador empatizara con la trama, viéndose a sí mismo como el bueno de Jacob e identificando sus ojos maravillados y sus frases catárticas — “Me encanta la magia”, decía— con sus propios ojos y su forma de afrontar una situación así. Daba igual, en ese sentido, que todos los personajes tuvieran un comportamiento tan infantil y hubiera cierta confusión en el guión a la hora de conciliar una aventura ligera sacada del ‘Pokémon GO’ con dos subtramas bastante siniestras: el ascenso de un anterior Señor Tenebroso, Grindelwald, por un lado, y por otro una terrible situación de maltrato infantil que provocaba que el joven Credence desarrollara un álter ego malvado e incontrolable. O algo así.
La primera de estas dos subtramas, protagonizada por Johnny Depp, iba a ser la que más quebraderos de cabeza le diera a Warner Bros. Por si no fuera suficiente su aparición al final de ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’ —con un look esperpéntico y unos ademanes que demostraban que había llovido demasiado desde ‘Eduardo Manostijeras’ como para que el tipo este siguiera interpretando a todos sus personajes igual—, las acusaciones de malos tratos que acabaron con su matrimonio con Amber Heard cuestionaron la idoneidad de su presencia en la siguiente película, que además se iba a llamar ‘Los crímenes de Grindelwald’ y, evidentemente, iba a aumentar su protagonismo.
J.K. Rowling y Warner Bros. defendieron la permanencia de Johnny Depp para disgusto de los fans, mientras que poco después se hacía público que la secuela no trataría explícitamente la homosexualidad de Dumbledore, por mucho que su aparición como Jude Law y su renuencia a enfrentarse a Grindelwald fueran esenciales para la trama. Cuando, más cercano el estreno de ‘Los crímenes de Grindelwald’, se anunció que Nagini también iba a aparecer, interpretada por una actriz asiática (Claudia Kim), se terminó de constatar que nos hallábamos ante una película maldita.
Rowling volvió a ser acusada de racismo y se puso en duda lo adecuado de darle a Nagini —la serpiente de Voldemort en la saga original— un pasado humano, ya que dicha ocurrencia se revestía de una enorme crueldad al pensar en todos esos años de la joven como mascota del Señor Tenebroso, y en el pobre Neville cometiendo sin saberlo el asesinato de una inocente. Nuevamente, los intentos de la autora por expandir el universo eran rechazados y ya, a estas alturas, con franca hostilidad.
Una vez vista la película de David Yates es posible decir que estos recelos se quedaban cortos, pues tampoco es que presagiaran el desastre que ha resultado ser ‘Los crímenes de Grindelwald’. Más allá de que Jude Law sea un total acierto de cásting, la confusión de tonos de la que hacía gala la entrega anterior aquí da paso a un guión extraordinariamente caótico donde Rowling intenta, sin éxito, dotar de complejidad a la trama y tender unos puentes cada vez más endebles con la saga original.
Es lógico por ello que lo que mejor del film sea un extenso ‘flashback’ que tiene lugar en Hogwarts, ya que el resto de la narración ha de aglutinar una cantidad de información pobremente expuesta y de giros locos que consiguen en primer lugar destruir todos los logros de la primera entrega —al convertir a sus protagonistas en meros personajes secundarios que deambulan de un lado a otro o, en el caso de Queenie, en siluetas cuyo devenir dramático no tiene ningún sentido—, y en segundo contradecir la cronología de la saga.
En el citado flashback, Rowling no tiene reparos en poner a Dumbledore de profesor de Defensa contra las Artes Oscuras, aunque según el canon impartía Transformaciones antes de ser director: era demasiado tentador visualizarlo junto a un boggart y que el público recordara lo buena que era ‘El prisionero de Azkaban’. Como tampoco le importa colocar a una joven profesora McGonagall al fondo, pese a que según los cálculos esta mujer ni siquiera había nacido en el año en que transcurre la película.
El que la gran revelación de ‘Los crímenes de Grindelwald’ sea que Dumbledore tiene un hermano secreto llamado Aurelius —contened la pedorreta, por favor—, acaba de diagnosticar esa conversión de Rowling en escritora de fanfictions de su propia obra, cayendo en unas incoherencias que no serían tan insultantes si, al menos, su ambición fuera más allá de seguir homenajeando ese pasado. Ese legado maldito con el que Rowling ya no sabe cómo lidiar.
Ahora bien, el caso del universo de Harry Potter, y cómo ha conseguido que los fans se aparten de él, es más complejo que el que percibiríamos en, pongamos por caso, ‘Star Wars’. No sólo se trata de una mala continuación o de un mero sacacuartos. El fandom de Harry Potter no tiene nada que ver con esos garrulos que, tras ‘Los últimos Jedi’, rugían que la agenda feminista se estaba cargando el universo de George Lucas. El fandom de Harry Potter estaba llamado a cambiar el mundo, y ser consciente de esto es lo que ha provocado la caída de su autora.
J.K. Rowling contra la Generación Harry Potter
La saga del niño mago se limitó a ser, durante sus primeros años, un monumental éxito de ventas. Sus libros eran consumidos por millones de personas a lo largo del mundo, y el consiguiente backlash no fue mucho más allá de quienes criticaron el estilo de la autora y la pobre literatura que emanaba de sus páginas. Poco a poco fue apagándose, hasta el hecho notorio de que hoy hacer crítica literaria de los libros de Potter es tan estéril para iniciar una conversación como decir que las descripciones de J.R.R. Tolkien son interminables.
Otra cosa, claro, fuero lo que empezó a publicarse transcurrida la primera década del siglo XXI estudiando a esos lectores que crecieron con Harry Potter. De pronto, resultaba que J.K. Rowling había logrado que Obama llegara a la Casa Blanca gracias a jóvenes que, inspirados por sus libros, quisieron abanderar los cambios sociales, criticar las desigualdades y luchar contra las injusticias del mundo. Las historias de Potter, con su discurso sobre el bien, el mal y el rechazo a los prejuicios, había alumbrado a una generación de pronunciada conciencia política y férreo idealismo. La Generación Harry Potter, para más señas.
Esto no sólo ha conseguido que los potterheads nos consideremos mejor que el resto de mortales —porque, a ver, lo somos—, sino que ha arrojado a su responsable a una situación complicada. Su fortalecimiento de los principios de una generación, que la autora ya debió intuir cuando antes de ‘El cáliz de fuego’ Harry Potter logró unas ventas históricas, abocaba a que eventualmente la saga fuera percibida como todos los fenómenos pop: meros productos de su tiempo. Y eso parecía suponer un problema cuando se exhibía una falta de diversidad que no se ajustaba a estos ideales. Como casi cualquier otra obra escrita en los noventa.
Era cuestión de tiempo que los libros de Rowling fueran reexaminados por la generación Harry Potter —o, ampliando más el tiro, por esos millenials que lo estropean todo— y quedaran al descubierto como esa saga millonaria donde no había negros y el único personaje asiático tenía un nombre tan de chiste como Cho Chang. Ese control de daños, junto al coqueteo con el fanfiction, ha sido lo que ha caracterizado la expansión del universo de Harry Potter.
Antes hablábamos de ‘Star Wars’. Es muy curioso comparar ambas sagas ya que tanto George Lucas como Rowling han ido modificándolas para disgusto de los fans, divergiendo el motivo de estos cambios. Donde Lucas quiso retocar hasta lo denunciable su trilogía original queriendo aprovechar los avances digitales, Rowling ha hecho lo propio con la inclusión forzada y en retrospectiva de diversidad. Y lo ha hecho para que Harry Potter siga siendo intocable. Para poder estar a la altura de su legado.
Y ha sido un error. Una serie como ‘Friends’ fue enormemente criticada por su homofobia, transfobia y demás, pero sus creadores no quisieron salir a hacer ninguna ridícula defensa. Eso le ha venido bien a la serie. Todos asumimos que ‘Friends’ estuvo guay en su momento, que puede seguir siendo guay, y no hay ningún problema en comentar sus carencias a la luz de lo que hemos ido aprendiendo desde que terminó. No va a ser menos buena, ni vamos a tener por qué recordarla peor.
Rowling, por el contrario, sí que ha querido seguir toqueteando la saga para nutrirla de estos aspectos, y ahí es cuando la improvisación desesperada se ha ido notando más, llegando a un punto de no retorno en esa forzada identificación de Grindelwald con Donald Trump que no funciona en ningún momento de la nueva película. Tras su transformación en la voz de una generación, Rowling no ha sabido seguir siendo ese oráculo que, por otro lado, nadie esperó nunca que fuera —sólo necesitábamos que terminara la saga, caray—, y, en su desesperado intento por seguir siendo relevante, ha recurrido al método que más odiamos los miembros de la generación Harry Potter: el cinismo.
Aquella noche de 2007, una vez enmudecieron esos aplausos que habían seguido a la revelación de Dumbledore como hombre gay, lo único que a J.K. Rowling le salió decir, tras una risotada, fue “Vaya, si llego a saber que os gustaría tanto, lo habría revelado antes”. Lamentablemente estamos seguros de que sí, lo hubiera hecho.